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DISCUTAMOS SOBRE PATERNALISMO
1. ictoria Camps, Paulette Dieterlen y Ernesto Garzón Valdés han abordado en sus intervenciones un mismo tema, el del concepto y justificación del paternalismo, y lo han hecho además partiendo de perspectivas metodológicas e ideológicas muy próximas entre sí, lo que les ha llevado, finalmente, a sostener tesis sustancialmente semejantes. Pero como la semejanza no es lo mismo que la identidad, creo que puede tener sentido efectuar un breve análisis comparativo de los tres enfoques, con el único propósito de dibujar algo así como un mapa conceptual del paternalismo que muestre qué lugares o regiones del mismo conservan todavía alguna bruma que convenga disipar. Por lo demás, los contornos del mapa están trazados con bastante nitidez, como resultado de la adscripción de los tres a una misma concepción -analítica o postanalítica- de la ética. Ello no quiere decir, por cierto, que no haya nada que discutir fuera de lo s lím it es del mapa en cuestión. No quiere decir, dicho de otra manera, que no pueda trazarse otro mapa conceptual del paternalismo. La intervención de Eligio Resta obedece, precisamente, a este propósito, aunque quizás pudiera pensarse que en lugar de dibujar otro mapa de la misma realidad geográfica, ha explorado, sencillamente, otras tierras, con habitantes y lugares diferentes. Pero vayamos ya al tema del paternalismo. 2. Una definición de paternalismo que incluya (por tanto, no que coincida exactamente) con las sugeridas, explícita o implícitamente por los tres, podría ser la siguiente: «Una conducta (o una norma) es paternalista si y sólo si se realiza (o establece): a) con el fin de obtener un bien para una persona o grupo de personas y b) sin contar con la aceptación de la persona o personas afectadas (es decir, de los presuntos beneficiarlos de la realización de la conducta o de la aplicación de la norma).»
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Y a partir de esta definición, los problemas a discutir podrían ser los siguientes: 2. 1. El primero es el de si las dos condiciones que aparecen en la definición tienen que darse, en efecto, conjuntamente (y n inguna otra) para que pueda hablarse de paternalismo. Aparentemente, la respuesta dada desde los tres enfoque es afirmativa (sin entrar aún en la cuestión de cómo deban interpretarse exactamente dichas condiciones), pero me parece que en todos ellos -aunque quizás en grados distintos- puede percibirse alguna ambigüedad como consecuencia de las connotaciones ideológicas del concepto de paternalismo; o, dicho de otra manera, como consecuencia de que el paternalismo a secas (prescindiendo, por tanto, de la valoración positiva o negativa que el mismo pueda merecer) no aparece siempre nítidamente distinguido del buen o mal paternalismo. Veámoslo. En el caso de Victoria Camps, esta ambivalencia -que ella misma no deja de reconocer- es bien marcada. Por un lado, su trabajo pretende ser una contribución a «aclarar la distinción entre el paternalismo justo y el injusto», pero, por otro lado, nos encontramos con que, en su opinión, el paternalismo justificado no es «propiamente paternalismo», de manera que el paternalismo en sentido estricto o propio vendría a coincidir con el paternalismo injustificado, con el paternalismo «en el sentido peyorativo» de la expresión. Algo parecido ocurre también con la contribución de Paulette Dieterlen. Por un lado, muestra su preferencia por el concepto de paternalismo dado por Van de Veer, fundamentalmente porque éste «da una visión del paternalismo que es moralmente neutral», habla incluso de «políticas paternalistas justificables» y de que «en algunos casos» pueden cambiarse ciertas preferencias «aun de modo paternalista». Pero, por otro lado, en otros momentos de su exposición, tiende a identificar «paternalismo» con «paternalismo injustificado», es decir, utiliza el término en un sentido claramente peyorativo. Por ejemplo, cuando sugiere que «una teoría correcta de los derechos podría darnos algún tipo de fundamentación para distinguir entre po lít icas paternalistas y políticas propias de una justicia distributiva»; o, al final del trabajo, cuando achaca la falta de éxito de los programas de justicia distributiva del Estado mexicano a que «éste ha actuado como papá», y expresa su deseo de que en el futuro deje a un lado «sus actitudes paternalistas». Ernesto Garzón Valdés, por el contrario, no comparte la actitud de quienes «sienten una marcada aversión frente a los términos «paternalismo» o «paternal» ,y declara su intención de
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utilizarlos «sin recurrir a eufemismos», lo que significa que pretende utilizar un concepto neutral de paternalismo que le permita distinguir entre paternalismo justificable y no justificable desde un punto de vista ético. Ahora bien, Garzón Valdés sostiene también en su trabajo que se debe distin guir el paternalismo tanto de los casos en que el Estado interviene con el propósito de asegurar un beneficio al destinatario de la medida, como de los del llamado perfeccionismo moral. Con respecto al primer tipo de supuestos, me parece que éstos pueden distinguirse, en efecto, de manera más o menos nítida del paternalismo (y aunque Garzón no sea en su trabajo muy explícito ni sobre esto ni sobre el mismo concepto de «paternalismo», pues aquí se está pensando en casos en que los destinatarios, en cuanto colectividad o en cuanto clase -piénsese, por ejemplo, en muchas normas de Derecho laboral de carácter «tuitivo»- son, en realidad, quienes han promovido la medida, de manera que no se daría (o no se daría claramente) la condición b) de la definición de paternalismo. Lo que no veo, sin embargo, es por qué no hayan de considerarse como ejemplos de paternalismo los casos de perfeccionismo moral que, tal y como parece entenderlos Garzón Valdés, cumplirían las condiciones a) y b). Como explicación de esta ambivalencia -o, sencillamente, indefinición- me atrevo a sugerir la siguiente. Garzón parece mostrar frente al perfeccionismo moral una actitud más bien de rechazo. Si incluyera estos supu esto s dentro del paternalismo, se encontraría con que no podría fácilmente seguir utilizando este término sin adscribir al mismo una carga emotiva de signo negativo. En consecuencia, opta -aunque, insisto, no de manera muy clara - por distinguir el perfeccionismo moral del paternalismo, más bien que por considera r a aquél, y en bloque -pues el perfeccionismo moral podría no estar justificado nunca -, como paternalismo injustificado. Sea como fuere, me parece que una primera diferencia entre los tres autores -una diferencia, si se quiere, esencialmente de actitud- es que en Camps y en Dieterlen el concepto de paternalismo tiene una carga peyorativa que no se da en el caso de Garzón Valdés. Como consecuencia de ello, las dos primeras parecen añadir (aunque no sin ambigüedades) una tercera condición a la definición de paternalismo sugerida al comienzo de este apartado: que se trate de conductas o normas injustificadas éticamente. 2.2. Un segundo problema -o conjunto de problemas- se plantean a propósito de cómo haya que interpretar las condiciones a) y b) de la definición de paternalismo ya indicada. Victoria Camps da una definición de paternalismo que la lleva
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a identificar esas condiciones, respectivamente, con la libertad positiva y la libertad negativa. «Si la definición del paternalismo habla de una restricción de la libertad del otro con la intención de proporcionarle un bien, entiendo, pues, que se trata de restrin gir la libertad negativa para educa r en la positiva.» Esta definición de paternalismo plantea, en mi opinión, los siguientes problemas. El primero es que no parece valer para lo que, como se acaba de ver, Camps consideraba como propiamente paternalismo, pues la definición su giere, claramente, una carga emotiva de signo positivo. El segundo problema es que cabe pensar en supuestos de paternalismo en los que no se coarta la libertad negativa de nadie. Serían los casos -señalados por Dieterlen- en que el paternalismo no consiste en realizar una acción positiva, sino una omisión: por ejemplo -y se trata de ejemplos ciertamente interesantes-, cuando el Estado o el médico dejan de dar ciertas informaciones para evitar preocupaciones o sufrimientos. Por definición, la libertad negativa sólo puede afectarse mediante un hacer positivo, no mediante un dejar de hacer. Y el tercer problema es que, me parece, cabe pensar también en comportamientos paternalistas -que además probablemente justificaría Camps- que no tengan como finalidad hacer viable la libertad positiva de una persona o grupo de personas. En efecto, si por libertad positiva se entiende -como lo hace Victo ria Camps- «el poder de decidir por uno mismo», entonces me parece que hay supuestos de paternalismo que no tienen que ver con la libertad positiva, pues las personas a quienes se dirige la acción (los beneficiarios de la acción paternalista) son justamente personas que carecen de ese poder y que además no lo van a adquirir. Un ejemplo interesante de ello -que además es un comportamiento paternalista sancionado penalmente (al menos en el Código Penal español)- son ciertos supuestos de esterilización de subnormales. ¿No cabría incluso interpretar que en estos casos lo que ocurre es que se prescinde de la libertad positiva de una persona en aras de su libertad negativa? Quizás pudiera pensarse que Victoria Camps se deja llevar un poco aquí por la fuerza metafórica de la expresión «paternalismo», y de ahí la suposición de que a quien se administra la medida paternalista es siempre a un hijo, es decir, a una persona que sólo transitoriamente carece de la capacidad de autogobierno. La definición de paternalismo de Paulette Dieterlen obvia estos dos últimos problemas, pero plantea, a cambio, otros dos, conectados con la manera de entender la condición b). El primero de ellos podría plantearse así. Siguiendo a Van de Veer, Dieterlen entiende por «interferencia paternalista» «una acción que
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es contraria a las preferencias, intenciones o disposiciones del sujeto afectado», y sugiere que pueden darse diversos tipos de paternalismo, según «la manera como pueden cambiarse las preferencias de una persona». Me parece, sin embargo, que se puede hablar también de paternalismo en situaciones en que no se produce un cambio en las preferencias de una persona, sino que, sencillamente, no se consideran sus preferencias. Tal ocurre en muchos casos en que se adoptan medidas paternalistas en favor, por ejemplo, de menores de edad o de deficientes mentales (o, incluso, de seres de generaciones futu ras, si es que en este caso puede hablarse también de paternalismo), no sólo sin su consentimiento, sino también sin su conocimiento (pues éste parece ser irrelevante o, si se quiere, no puede hablarse propiamente de conocimiento). Si esto es así, habría que aceptar -en contra de lo que sugiere Dieterlenque hay supuestos de paternalismo que no suponen el cambio de las preferencias de una persona mediante coerción, seducción o persuasión. El segundo problema es que, en cierto sentido, el concepto de paternalismo de Dieterlen es también excesivamente amplio. Me refiero con ello a que no me parece que se pueda hablar de paternalismo en los supuestos de persuasión a que ella alude. O, mejor dicho, habría que distinguir aquí -y esta dist inción no puede trazarse en relación con los casos de coerción o seducción- dos supuestos. El primero de ellos se da cuando A realiza en el tiempo t 1 una conducta contraria a las preferencias de B, y posteriormente, en el t iempo t 2 A persuade a B para que cambie sus preferencias, de manera que la conducta de A no es vista ya por B, en el tiempo t2 , como contraria a sus preferencias. Aquí podría hablarse de paternalismo, según la definición propuesta al comienzo del apartado, pero la persuasión no tendría que ver con el concepto de paternalismo como tal (la conducta paternalista sería la realizada en el t iempo t1 ) sino, en todo caso, con el de justificación de acciones paternalistas (justificación que puede darse en un momento posterior, en el tiempo t2 ). El segundo supuesto lo tenemos cuando A persuade a B en el tiempo t1 para que modifique sus preferencias, y en el tiempo t2 A realiza una acción que hubiese sido contraria a las preferencias de B en el tiempo t 1 . Ahora bien, la acción realizada en el tiempo t1 (suponiendo que cumple la condición a), es decir, que se ha efectuado buscando el bien de B no puede considerarse paternalista (o, por lo menos, no necesariamente), pues eso sería confundir el paternalismo con cualquier proceso educativo (contrariamente a lo que parece sugerir Paulette Dieterlen, yo no creo que pueda hablarse de paternalismo, por ejemplo, cuando se produce un
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cambio en las preferencias de un sujeto como consecuencia de haber recibido informaciones que no poseía anteriormente). Y la acción realizada en el tiempo t2 no es sencillamente paternalista, porque está de acuerdo con las preferencias de B. La noción de paternalismo que maneja Ernesto Garzón Valdés también debiera, en mi opinión, aclararse en relación con un par de puntos conectados igualmente con la condición b) de la definición de paternalismo propuesta. El primero es que él, al igual que Victoria Camps, parece suponer que el paternalismo implica siempre una intervención coactiva en el comportamiento de una persona. Pudiera pensarse que, no obstante lo dicho anteriormente a propósito de Victoria Camps, la posición de Garzón Valdés es inatacable, pues él se refiere al paternalismo jurídico, a las medidas paternalistas previstas en una norma ju ríd ica, esto es, en una norma que, al menos en última instancia, posee una sanción coactiva (de hecho, refiriéndose al paternalismo jurídico, Garzón habla de «prohibición» o «mandato», es decir, de enunciados que, al menos en sentido amplio, pudieran considerarse coactivo -lo que sería menos claro tratándose, por ejemplo, de permisos-). Frente a esto podría contraargumentarse así. En primer lugar, que no está claro que su artículo se refiera exclusivamente al paternalismo jurídico, pues, de hecho, en algún caso utiliza ejemplos de paternalismo no jurídico y, además, Garzón no se encuentra entre los autores que sostienen la tesis de la separación radical entre moral y Derecho. En segundo lugar, que también parece haber casos de paternalismo jurídico, al igual que los hay de paternalismo moral, que no implican intervención coactiva. Al fin y al cabo, el Estado o el médico que omiten informar a lo s ciudadanos o a sus pacientes pueden actuar -suelen actuar- en cumplimiento de una norma jurídica (que, por cierto, pudiera no ser ni una prohibición ni un mandato, sino una autorización, un permiso). El segundo punto se refiere a su afirmación de que la aplicación de medidas paternalistas supone una relación de superioridad, o de supra y subordinación, en muchos casos, pero no en todos (por tanto, las medidas paternalistas no irían siempre, o no irían necesariamente, en contra del principio de igualdad). Garzón pone como ejemplos los casos de paternalismo recíproco o los «contratos Ulises» (Ulises pide a sus compañeros que le aten al mástil para no oír los cantos de las sirenas). Pero su argumentación no me parece convincente, por dos razones. En primer lugar, porque la característica de la intervención coactiva que, hemos visto, parece poner en la definición de paternalismo, implica precisamente relación desigualitaria (entre iguales no
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hay coacción posible), de manera que ambos puntos de vista (que el paternalismo suponga intervención coactiva, pero no necesariamente una relación de jerarquía) parecen ser incompatibles. En segundo lugar, los ejemplos puestos por él no prueban, me parece, lo que él pretende. Tanto en relación con el llamado paternalismo recíproco como con los contratos Ulises podría pensarse, bien que existe consentimiento por parte de los destinatarios de las presuntas medidas paternalistas, o bien que no existe. Ahora bien, si existe consentimiento, entonces, de acuerdo con la condición b) de la definición, lo que no existe es paternalismo. Y si se entiende que no existe consentimiento -que, por tanto, son casos genuinos de paternalismo-, entonces todavía podría contraargumentarse así. En el caso del matrimonio de golosos (paternalismo recíproco), lo que se produce realmente es una sucesión de relaciones de supra y subordinación, aunque los dos esposos se alternen en la situación de represor y reprimido. Y algo parecido ocurriría también con los contratos Ulises, pues aquí la supra y subordinación existiría en el momento de aplicación de la medida paternalista (la jerarquía no sería ya alternativa, sino transitoria, pero jerarquía al fin y al cabo). 3. La definición de paternalismo indicada al comienzo del apartado 2. sugiere la siguiente definición de paternalismo justificado éticamente: «Una conducta o una norma paternalista está justificada éticamente si y sólo si: a) está realmente encaminada hacia la consecución del bien objetivo de una persona o una colectividad; b) los individuos o la colectividad a quien se aplica o destina la medida no pueden prestar su consentimiento por poseer algún tipo de incapacidad básica -transitoria o no-, y c) se puede presumir racionalmente que estos prestarían su consentimiento si no estuvieran en la situación de incapacidad indicada en b) y (po r tanto) conocieran cuál es realmente su bien.» A propósito de esta definición y de la forma en que está planteado el tema de la justificación ética del paternalismo en las contribuciones de Camps, Dieterlen y Garzón Valdés, se me ocurre plantear los siguientes problemas. 3.1. En relación con la noción de bien, me parece claro que no puede ser suficiente una noción puramente subjetiva, es decir, que quien establezca la norma o realice la conducta quiera realmente el bien de su destinatario. Yo diría que esta idea subjetiva de bien forma parte de la definición de paternalismo, pero la justificación ética del mismo exige, como condición necesaria aunque no suficiente, que se trate de un bien objetivo. Esto significa
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aceptar no só lo que existe el bien en sentido objetivo, sino que además puede ser conocido, de manera que para poder articular una teoría justificatoria del paternalismo hay que sostener un cierto objetivismo -o absolutismo- ético, al igual que una concepción cognoscitivista de la ética. Esta idea me parece que está expuesta en forma bastante clara tanto por Victoria Camps como por Ernesto Garzón Valdés (aunque ambos utilicen a veces un lenguaje un tanto «subjetivista» al hablar de los bienes), pero está bastante menos clara en el caso de Paulette Dieterlen. En opinión de esta última, el argumento del bien de las personas, utilizado para tratar de justificar éticamente las conductas paternalistas, «peca de petición de princip io , ya que lo importante es tener un criterio que nos permita justificar una intervención en la concepción del bien de una persona». Aho ra bien, sí lo que se quiere decir con ello es que el requ isito del bien de las personas no es un requisito suficiente para justificar una medida paternalista, entonces no habría, me parece, nada que objetar. Pero si se interpretara de otra manera -y parece posible hacerlo -, creo que habría que pensar que es la propia Dieterlen quien incurre en petición de principio, en cuanto que su argumentación -ilustrada con un pasaje de «El médico a palos», de Molière- parece presuponer que sólo uno mismo conoce cuál es su bien, es decir, presupone como ya dada la conclusión del argumento: que no hay bien en sentido objetivo. Un problema distinto al anterior es el de cómo delimitar la idea de bien. A propósito de esto, me parece interesante el argumento de los daños y de los riesgos traído a colación por Dieterlen, y que cabe entender en el sentido de que la medida paternalista sólo estará justificada si resulta ser un medio técnicamente adecuado para la consecución del fin, del bien persegu ido, y siempre que no suponga la destrucción de otros bienes de igual o parecido valor. E igualmente importante es la distinción (que, con mayor o menor grado de elaboración, se encuentra en los tres) entre bienes básicos o primarios (vinculados esencialmente con la idea de igualdad y universalidad) y bienes de carácter secundario (bienes no generalizables y que dependen de las distintas opciones personales). En definitiva, se trata de objetivizar la idea de bien y, al mismo tiempo, de interpretarla en el sentido más restrictivo posible, para que pueda ser compatible con el valor de la autonomía. 3.2. En relación con el concepto de capacidad o competencia básica, Dieterlen entiende (su crítica se dirige a Ernesto Garzón Valdés, pero cabría extenderla también a Victoria Camps, quien utiliza un concepto semejante) que «podría pecar también de circularidad,
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pues... puede ser articulado con mayor o menos arbitrariedad». Yo no diría, sin embargo, que lo que dicho concepto plantea sea exactamente un problema de circularidad, sino más bien un problema de penumbra, pues no permite, en efecto, trazar una línea de separación nítida entre los componentes y los incompetentes básicos. Pero esto no me parece en principio un defecto grave, pues, por un lado, podría tratarse de precisar aun más dicho concepto -sin prescindir de él- y, por otro lado, un cierto grado de vaguedad resulta siempre inevitable en relación con cualquier concepto que queramos usar en el terreno de la ética. De todas formas, creo que el problema de la determinación de los incompetentes básicos no está del todo bien resuelto por Garzón Valdés. En su exposición hay dos pasajes que muestran, me parece, un mismo problema de fondo. El primero se plantea a propósito de la distinción que establece entre la obligación de usar cinturones de seguridad en los automóviles, que parece justificar (pues no querer pon erse el cinturón y sentir al mismo tiempo aprecio por la vida sería señal bastante inequívoca de incompetencia básica), y la prohibición de fumar, de la que no parece ser partidario (el fumador estaría -el lector ya habrá adivinado que Garzón Valdés es un fumador impenitente- entre los competentes que prefieren correr un riesgo en aras del placer de fumar). El ejemplo puede parecer trivial, pero creo que es interesante por lo sigu iente. Garzón centra su teoría de la justificación ética del paternalismo en la noción de incompetencia básica y, en cierto modo, también en la de bien primario (una medida paternalista estaría, en su opinión, justificada si y sólo si se aplica a un incompetente básico para procurarle un bien primario). Sin embargo, en su trabajo parece haber descuidado un tanto la cuestión de con arreglo a qué procedimiento deben (los competentes básicos) definir cuáles sean esos bienes y quiénes sean esos incompetentes; es decir, ha descuidado la noción de aceptación o consenso racional. Precisamente, una de las condiciones que suelen establecerse como requisito para la producción de un consenso racional es que se respete el principio de universalización o de igualdad de trato: los individuos que presentan unas mismas características esenciales deben ser incluidos dentro de una misma categoría y, por tanto, deben ser tratados igualmente. (No se entiende por qué haya que ser más condescendientes con el fumador que con el que se niega a ponerse el cinturón de seguridad aunque, desde luego, cabría también ser tolerantes con ambos -ésta sería mi postura - y dejarles en paz, mientras no ocasionen daños a terceros; no está de más recordar, sin embargo
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-ni siquiera entre éticos de profesión- que esta última condición no la cumplen quienes fuman en locales cerrados.) El otro pasaje de su trabajo a que antes me refería es éste: «El razonamiento justificante de una medida paternalista tiene, pues, que partir de dos premisas, una de tipo empírico (la verificación de una incompetencia básica) y otra de tipo ético normativo (el déficit provocado por una incompetencia básica debe ser superado, justamente en aras de la autonomía y la igualdad).» Lo que aquí me parece discutible es plantear la primera premisa como una cuestión exclusivamente empírica. La aplicación del concepto de incompetencia básica a casos concretos quizás pueda verse como un problema de tipo empírico, pero antes de ello hay un problema que no lo es (o que no es exclusivamente empírico), el de determinar quiénes deben decidir, y de qué manera, lo que sea una incompetencia básica. Parece difícil que esto pueda hacerse si no es apelando a la noción de consenso o aceptación racional: si se dieran ciertas condiciones de racionalidad, se produciría un acuerdo sobre qué bienes deban considerarse como primarios y, por tanto (pues la noción de incompetencia básica quizás pueda considerarse como derivada de la de bienes primarios) a qué individuos hay que conceptuar como incompetentes básicos. 3.3. El reproche fundamental que, me parece, puede dirigirse a los tres a propósito del requisito c) de la definición de medida paternalista justificada, es el de no haberle dado toda la importancia que tiene y que, en mi opinión, consiste en lo siguiente: sin él, los otros req u isito s se quedan en el vacío, ya que, ¿cómo determinar de otra manera lo que sea un bien primario o un incompetente básico? Victoria Camps se conforma, por ejemplo, con señalar, al final de su trabajo, que «la definición y precisión de los mismos -los bienes primarios [aquí podría añadirse también los incompetentes básicos]- no es competencia de nadie y es, a la vez, competencia de todos. Es sucintamente, el ejercicio de la libertad positiva». ¿Pero cómo saber que quien ejerce la libertad positiva lo hace de manera racional? ¿Por qué han de ser racionales las decisiones democráticas de la mayoría? Paulette Dieterlen despacha el «argumento del consentimiento» en unas pocas líneas y se limita a señalar (apoyándose en el propio Garzón Valdés) las dificultades del concepto de consentimiento futuro. Pero la noción interesante aquí, me parece a mí, no es la de consenso real -presente o futuro-, sino la de consenso ideal o ficticio. Precisamente, Ernesto Garzón Valdés señala esto mismo en su trabajo, pero, inmediatamente después de haberlo hecho, da
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un giro en su exposición que me parece problemático. «Pero si esto es lo que se quiere decir con «consentimiento futuro o hipotético», lo qu e en verdad se dice es que quien rechaza la medida paternalista lo hace porque en ese momento no está en condiciones de comprender el alcance de la misma. Un concepto al que podría recurrirse para aclarar esta situación es el de «competencia». Y me parece problemático porque, como ya he dicho, el concepto de competencia (o de incompetencia) no puede sustituir al de consenso racional, como parece sugerirlo Garzón Valdés, pues este último es, sin duda, más básico que el otro; se necesita el concepto de consenso racional -o alguna otra idea de racionalidad- para definir lo que sean bienes primarios e incompetencias básicas. En conclusión, mi opinión es que la teo ría de la justificación del paternalismo de Garzón Valdés (y lo mismo cabría decir de la de Camps) resulta, en cierto modo, incompleta. A esto apunta también Dieterlen en su examen de los diversos criterios propuestos para la justificación del paternalismo, si b ien no puedo estar tampoco completamente de acuerdo con su postura. «Quizá el problema de la justificación del paternalismo radique en querer encontrar un criterio único. Habrá casos en que el argumento que fun cione será el del daño, otros casos en los que el argumento de las capacidades básicas será el mejor. Só lo la investigación empírica de las condiciones en que se encuentran las personas afectadas por la acción paternalista podrá ayudarnos a elegir cuál de las justificaciones se aplica mejor y por qué.» Ahora bien, a mí me parece que en el terreno de las justificaciones éticas no se puede actuar de manera, por así decirlo, oportunista, pues en tal caso ni siquiera se podrá hablar de justificación. De lo que se trata, creo yo, es de elaborar un único criterio de justificación, pero un criterio que sea al mismo tiempo complejo, en el sentido de que debe articular los tres requisitos indicados en la definición: una medida paternalista sólo se justifica éticamente si promueve bienes de tipo primario, se aplica a incompetentes básicos y puede presumirse racionalmente su aceptabilidad; por lo demás, como señala Garzón Valdés, el que una medida paternalista esté éticamente justificada no significa solamente que sea lícito tomarla, sino también que puede no ser lícito dejar de tomarla. 4. Mí punto de vista sobre el paternalismo, sobre el concepto y justificación ética del paternalismo, está sintetizado en las dos definiciones con que comienzan los apartados 2 y 3. Para expresarlo todavía de manera más sintética, diré que consiste en combinar una definición amplia -lo más amplia posible- de
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paternalismo, con un criterio estricto -lo más estricto posible- de justificación ética de acciones o normas paternalistas. En el fondo, no creo que difiera del punto de vista de Victoria Camps, Paulette Dieterlen o Ernesto Garzón Valdés, pero espero que eso no haga del todo superfluas estas páginas.
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DOXA 5 (1988)