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CIUDADANÍA CRISIS DE LA CIUDADANÍA EN SU RELACIÓN CON EL ESTADO-NACIÓN
CRISIS DE LA CIUDADANÍA EN SU RELACIÓN CON EL ESTADO-NACIÓN Durante la mayor parte del siglo veinte las distintas concepciones de la ciudadanía, a pesar de muchas diferencias internas, han tenido un factor común: la idea de que el marco necesario para que exista la ciudadanía es el estado territorial soberano. El estatuto jurídico de los ciudadanos es esencialmente la expresión formal de pertenencia a una comunidad política que tiene límites territoriales definidos, en la cual los ciudadanos disfrutan de igualdad de derechos así como de participación política. En otras palabras, se cree que la ciudadanía presupone la existencia de una comunidad política en un territorio delimitado, que se extiende en el tiempo y es el foco de una identidad común: el Estado-Nación.
1. CRISIS DEL ESTADO DE BIENESTAR Y NUEVAS GUERRAS A pesar de esta relación íntima entre ciudadanía y Estado-nación, diversas crisis han trastocado la soberanía de los diversos estados y generado un vaciamiento de la ciudadanía que ha tenido fuertes impactos en la ciudadanía desde su dimensión legal, así como en su dimensión de identidad. Una gran cantidad de fenómenos estrechamente asociados bajo el título globalización han alentado el examen de la premisa que vincula al Estado-nación con la ciudadanía como estatus legal y de identidad. El aumento de interacciones transnacionales a nivel económico, social y cultural, así como los altos niveles de migración, han mostrado cuán porosas se han vuelto las fronteras, razón por la cual hoy se habla de una pérdida de legitimidad y soberanía de los estados, y por eso muchos hablan de una crisis de la ciudadanía. Efectivamente, la emergencia de un nuevo fenómeno social, la globalización, ha trastocado por completo las imágenes tradicionales que nos habíamos hecho del tiempo y el espacio. En ese sentido, el mundo tal y como lo concebíamos, con sus relaciones sociales limitadas por contenedores políticos y culturales, como el Estado-nación, han cedido para abrirle el paso a una nueva sociedad gestada por la globalización. Como señala Ulrich Beck, en el segundo texto que trabajaremos en esta semana, el Estado Nación había servido como molde para entender el mundo, nuestras relaciones sociales, la realidad. El problema está en que la Globalización, con sus múltiples facetas, ha trastocado la soberanía de los Estados Nación, rompiendo de esa manera el molde tradicional que teníamos de comprensión de la realidad, afectando así la ciudadanía. Como se puede evidenciar, resulta absolutamente problemático referirnos a la globalización como un fenómeno nuevo. Ya pensadores como Bartelson (2010) lo ha problematizado, y mucho más afirmar que ha dado origen a una nueva sociedad en sentido positivo, como quien afirma que las consecuencias de dicho fenómeno son equiparables en todos los rincones del planeta y así universales en todo el sentido de la palabra. Es un error señalar que el comercio mundial que ha inaugurado la Globalización ha sido beneficioso para todos: es evidente que unos países se han enriquecido más, mientras que otras simplemente han sometidos a la pobreza y el abandono. De esta manera, y sin desconocer que la
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globalización lejos de ser un fenómeno unívoco y unidireccional posee múltiples dimensiones la cuestión que indagaremos se enfoca en la génesis de lo que ha denominado Kaldor como nuevas guerras, como fenómenos que señalan que tanto la ciudadanía como el Estado nación tradicional han entrado en crisis. Entendemos por nuevas guerras “enfrentamientos que tienen lugar en el contexto de desintegración de los estados, en general de estados autoritarios bajo el impacto de la globalización”. Es decir, si adoptamos la idea de Charles Tilly de que “el Estado hizo la guerra, y la guerra hizo al Estado” (1992), señalando de esa manera la importancia de los conflictos armados regulares en la configuración de los estados occidentales a partir del siglo XIV, hoy las dinámicas de la globalización han posibilitado la génesis de nuevos tipos de conflictos que lejos de configurarlos políticamente a los estados amenazan con desintegrarlos. ¿Qué dimensiones o aspectos de la globalización han posibilitado la génesis de estas nuevas guerras? ¿Qué nuevo rol debe asumir el estado ante la emergencia de estos nuevos fenómenos que amenazan con desintegrarloLa emergencia del Estado-nación ha sido absolutamente significativa para entender las relaciones políticas modernas. Y lo es en tanto el Estado se convirtió en el foco de poder desde donde se elaboraban las decisiones públicas tanto hacia dentro como hacia fuera de sí. En ese contexto resulta innegable que la historia de la formación del Estado moderno es eminentemente europea, en tanto la historia de Europa se encuentra estrechamente ligada a la construcción de los Estados, como ha señalado Held (1997).Luego, el surgimiento del Estado moderno puede ser concebido como el proceso de absorción de unidades de poder político más pequeñas en aras de la consolidación de una estructura más grande y fuerte; una vez se fragmentó la unidad cristiana occidental, gracias a fenómenos como la Reforma, que agrupaba en torno suyo distintos poderes feudales. En este proceso las guerras emprendidas por los nacientes Estados los llevaron al monopolio de la violencia, con la consecuente eliminación de ejércitos privados a través de el progresivo ascenso de unas fuerzas profesionales estatales. Por lo tanto, el origen del Estado es concomitante del surgimiento de la soberanía como la emergencia de un orden impersonal, legal, completamente secular, que administra y controla a una comunidad determinada en oposición a focos de poder más pequeños. En ese caso se trataría, según Messner, de una soberanía interna, “circunscrita a las relaciones del Estado con los actores sociales y la economía dentro del territorio nacional” (2001, 50). Pero el surgimiento del Estado, así como de la Nación como una comunidad política unitaria determinada dentro de un territorio, fue favorecido por las dinámicas bélicas que emprendió cada estado soberano a través de procesos no solo nacionales sino también internacionales. Como señala Held: “del siglo doce al diecinueve aproximadamente, entre el 70 y el 90 por ciento de los recursos financieros del Estado inglés fueron dedicados a la adquisición y el empleo de instrumentos de fuerza militar, especialmente durante las guerras internacionales” (1997, 76). Luego, la consolidación estatal en cada territorio se determinó a través de la capacidad que tenía cada unidad política para organizar los medios de coerción, llevando así a los estados a una suerte de interdependencia compleja que fundó su soberanía externa, cierto orden de sensibilidad y vulnerabilidad recíproca que en últimas fundará el sistema de naciones internacional. Análogo a esta dinámica de organización de los medios de coerción se generó entonces la necesidad de los distintos Estados nacientes de desarrollar actividades económicas de extracción que significaron a largo plazo el establecimiento de estructuras estatales de carácter administrativo y burocrático, estructuras que tenían la finalidad de compensar a la población por las obligaciones tributarias que se iban imponiendo (Held, 1997). En otras palabras, la consolidación de la identidad nacional se desarrolló a
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partir del propósito de afirmar el poder militar del Estado en un marco territorial; la conciencia de pertenencia a una comunidad política como efecto de las relaciones entre estados que, militarizándose en aras de su propia seguridad, generaban inseguridad en otros y en ese sentido su consecuente militarización. Sin pretender radicalizar la afirmación de que la comunidad política estatal fue fruto de decisiones marciales, como quien afirma que la guerra impulsó la democracia, pues esto significaría desconocer los procesos de construcción de una identidad nacional impulsados por las élites en varios territorios, el “dilema de la seguridad de los estados” (Held, 1997, 78) no sólo configuró un ejercito de carácter nacional, sino a la vez la existencia de un proyecto común de fortalecimiento del poder político denominado Estado nacional de cara a otros Estados: “la tarea del estado era defender el territorio contra otros, y tal quehacer dotaba de legitimidad al estado. ‘Protejo, luego soy obedecido, según Schmitt, es el ‘cogito ergo sum’ del estado” (Kaldor, 2010, 16). Por eso, la fuerza que tuvo el discurso de la seguridad en la configuración del orden mundial interestatal se puede vislumbrar en la crisis que ha sufrido recientemente dicho sistema una vez aparece el terrorismo internacional. En ese sentido, varios analistas (Fazio, et alter, 2001) han afirmado que dicha crisis se ha expresado vehementemente a partir de las políticas de seguridad que los distintos Estados han implementado ante los atentados terroristas del 9/11. En el orden mundial dominado por los Estados nación, cuando se hacía la guerra, era entre ciudadanos como tal. Si se observa la última gran guerra, la segunda guerra mundial, en esta combatían ciudadanos nacionales de determinados estados contra otros: japoneses contra norteamericanos, norteamericanos contra alemanes, etc. El problema de las nuevas guerras está en que ya no se da entre ciudadanos porque el molde Estado-Nación ha perdido poder. Como se vio en los atentados del 9/11, ya no se trataba de unos ciudadanos nacionales contra otros. En este caso, muchos de los que atentaron contra EEUU tenían ciudadanía norteamericana, luego el Estado Nación ha dejado ser fuente de identidad y la ciudadanía tradicional moderna se ha debilitado. El terrorismo es precisamente un indicador de que ya el enemigo no es un Estado particular ni unos ciudadanos específicos, pues ya cualquiera puede ser enemigo, incluso los propios ciudadanos. Ya las relaciones amigo/enemigo que fundaron la política internacional, así como los pactos de no injerencia entre estados soberanos, se han trastocado para dar origen a un discurso internacional que busca forjar alianzas estratégicas contra un enemigo que rebasa por completo toda localización territorial-estatal: el terrorismo. Un riesgo global que rebasa el interés nacional que fundó el modelo de Westfalia y puede acercarnos cada vez más a un choque de civilizaciones, en términos de Huntington (2006), como efecto inesperado de esta nueva política internacional. Ahora bien, este nuevo riesgo global no ha surgido de la nada. En una combinación de factores económicos, políticos y culturales, la cohesión de la comunidad política al interior de cada Estado se ha puesto en riesgo, señalando así una crisis de la ciudadanía y el surgimiento de nuevas identidades translocalizadas (Beck, 1998). En una combinación de los argumentos desarrollados por Huntington y Wallerstein se puede señalar que la crisis del sistema-mundo (1999), o del sistema interestatal, es un efecto de la crisis del estado keynesiano.
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Una vez se ha liberalizado la economía, dada su creciente bancarización se han comenzado a socavar las fuerzas del Estado para integrar a sus habitantes en términos de ciudadanía. Nos referimos a que los Estados que antaño se habían fortalecido militarmente y que, como fenómeno correlativo, habían adquirido responsabilidades frente a la población, como la de garantizar seguridad social, educación, productividad y empleo, se han visto sujetos al liberalismo rampante que revierte la potencia estatal para manejar sus relaciones económicas afectando el bienestar general, llevando al Estado a retirarse de sus funciones sociales tradicionales. Se trata de la pérdida de potencia del poder político al interior de los estados para gobernar, ya sea por su subordinación a poderes económicos o por la aparición de instituciones gubernamentales y no gubernamentales que retan su soberanía tanto interna como externa. Luego, como consecuencia de la crisis del keynesianismo, los distintos Estados se encuentran sujetos a fuerzas antiseculares, poniendo así en riesgo la existencia de una ciudadanía que, como única garantía de su existencia, exigía la realización de un estándar de vida decente para los habitantes. Lo que estamos señalando es la crisis del contrato social y, por ende, una crisis de la ciudadanía como correlato de dicho contrato. En ese sentido es claro Wallerstein al afirmar que se han generado una suerte de nuevas políticas que, lejos de ser seculares, pueden ser denominadas políticas de la identidad (1999, 17), grupos que reivindican derechos fundados en identidades transversales o en contravía de los fines del Estado mismo. Visto desde la perspectiva de Huntington, se trataría de la activación de identidades religiosas ante el vacío que los procesos de modernización social y económica han generado en la identidad personal de los sujetos; por lo tanto generan una base identitaria, en muchos casos fundamentalista, que trasciende fronteras nacionales y estatales y une así civilizaciones. Luego, el territorio específico y delimitado como marco que contiene el poder que han alcanzado los estados modernos se rompe. La empatía entre estas identidades transversales en términos de civilización, como lo comprende Huntington, señala el quiebre o la crisis del Estado tradicional. Consecuencia de este fenómeno no es la desaparición como tal de la ciudadanía, sino una palpable pérdida del poder cohesionador de esta al interior del Estado, una pérdida o debilitamiento de la capacidad integradora del Estado-nación (Pastrana, 2005, 271), razón por la cual los distintos estados han reaccionado, como se pudo ver a partir de los hechos del 9/11, aumentando las políticas policiales en aras de la estabilidad social. Se trata de la securitización del mundo, visible en las políticas de seguridad implementadas al interior de cada uno de los estados, para garantizar el orden social interno. Por su puesto, se trata de políticas que impactan de nuevo al Estado mismo, pues implican una reducción de las libertades civiles y por lo tanto un nuevo debilitamiento de la ciudadanía.
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Si bien hemos señalado la importancia del monopolio de la coerción en la construcción de los Estados y de su soberanía, tanto interna como externa, también hemos explicado cómo la crisis del estado keynesiano, del Estado social, ha suscitado un debilitamiento de la ciudadanía en términos de integración de la sociedad. Todo esto ha suscitado el auge de nuevas identidades que, fundadas en factores étnicos, culturales o religiosos, ha dado origen a nuevas guerras que, en vez de consolidar el poder del Estado, como sucedió antaño, hoy amenazan con desintegrarlo. Se trata de conflictos bélicos que, lejos de ser regulares, se caracterizan porque en ellos confluyen actores estatales y no estatales, en los cuales la violencia se dirige principalmente contra la población civil, donde no abundan las batallas sino la violencia selectiva o indiscriminada contra la población. Bien pueden ser conflictos de carácter étnico, de secesión, o inspirados en la captura de rentas estatales, pues este tipo de conflictos, lejos de consolidar burocracias o sistemas administrativos, se alimentan del saqueo y la ilegalidad. Dentro de esta clasificación caben desde la guerra de los Balcanes hasta la guerra interna que se lucha en Colombia. El asunto relevante para nosotros es que se trata de conflictos que, lejos de situarse en el marco de comprensión del orden westfaliano del mundo impuesto por el sistema de naciones, amenaza con la destrucción de los Estados: desde los Maras centroamericanos que se extienden por el continente, AlQaeda, a las mafias narcotraficantes que se extienden más allá de las fronteras territoriales que antaño configuraron el mundo. ¿Qué rol debe jugar entonces el Estado ante estas nuevas amenazas globales que amenazan con destruirlo? Hemos señalado cómo el Estado, como recipiente que contiene y controla a la sociedad, ha entrado en crisis. Ante este hecho, bien pueden los estados optar por políticas públicas de seguridad que pueden ir en contravía de los derechos civiles, como sucedió después del 9/11 con la promulgación de la USA Patriot Act, o abandonar el enfoque estatalista y adoptar una mirada cosmopolita del mundo, como lo sugiere Ulrich Beck (2005). El cosmopolitismo se tratará de una reestructuración conceptual que sustituye “la ontología por la metodología” (Beck, 25) desplazando la mirada nacional, cuya idea de base es que el Estado nacional crea y controla la sociedad, por una mirada que metodológicamente privilegia la transnacionalidad. Es decir, el cosmopolitismo resurge en medio de procesos de globalización económica, política, informacional y cultural, favoreciendo la construcción de valores humanistas a nivel transnacional, que pueden ser útiles en respuesta a la proliferación de amenazas globales. En este contexto resulta necesario trascender la mirada nacional o el enfoque territorial y geográfico en el análisis de los fenómenos políticos globales. Ahora bien, la oposición al enfoque nacionalista no se entiende como un rechazo de lo local, sino como la oposición al fomento de una identidad nacional dominante que, en ocasiones, puede utilizar la violencia como medio para su consolidación. Esto puede generar, en nuestros términos, conflictos armados, o viejas guerras, pues la afirmación de una identidad presupone la negación de otra y la asignación de valores negativos a los elementos ajenos al imaginario predominante. Esta lógica excluyente encuentra en el cosmopolitismo una contraparte inclusiva que Beck denomina “no solo sino también”. Así, este cosmopolitismo puede ser entendido como una globalización de las emociones: manifestación de una nueva lógica inclusiva a partir de la empatía, cuyo objetivo es que los lazos culturales, las lealtades e identidades superen las barreras territoriales y las lógicas amigo-enemigo de carácter dominante que antaño fundaron la soberanía externa de los estados.
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Pero este cosmopolitismo excede y se diferencia de la globalización en términos llanos. Mientras este último fenómeno ha sido comprendido como un proceso de homogeneización social o de la negación de lo particular, de las relaciones de mercado y la consecuente progresiva ampliación de este a todos los campos de la vida cotidiana, el cosmopolitismo abre y posibilita la posibilidad de interactuar sin la interferencia de ideas de nación excluyentes y lógicas binarias de pensar la sociedad. El cosmopolitismo en ese sentido debe ser comprendido como una conjunción de la cosmovisión política originada en lo local, junto con un carácter transnacional. Por eso se hace necesario que los estados superen los conceptos tradicionales de soberanía, que entorpecen la construcción de nociones políticas colectivas y la coordinación entre Estados, tanto para el desarrollo regional como para la solución de los problemas transnacionales. El cosmopolitismo es susceptible de suscitar acuerdos de integración regional, que así como se han impuesto en el terreno de lo económico (UE, NAFTA, CAN), deben ser invocados en aras a establecer alianzas que hagan frente a las nuevas amenazas de seguridad trasnacionales. En este proceso resulta fundamental el papel de la llamada sociedad civil global, más allá de la sociedad civil fundada en el contrato social de carácter estatal. Muchas de las estrategias y metodologías necesarias en la realización de este cosmopolitismo no son algo acabado, sino que deben ser producto de la conjunción de diversas experiencias sociales en diferentes escalas, a través de consensos. Allí, la invocación de una sociedad civil cosmopolita permitiría la creación de una agenda común, en tanto, por ejemplo, las víctimas de las nuevas expresiones de criminalidad al interior de la sociedad exceden el marco de los antiguos estados; en el caso del narcotráfico, las víctimas al interior de la sociedad pueden constituir y fortalecer una agenda mundial en la lucha contra este flagelo. En la actualidad hay muestras de este cosmopolitismo en los acuerdos de cooperación internacional para la solución de problemas globales y en las declaraciones de la Organización de Naciones Unidas que pretenden regular el daño medioambiental, la situación laboral o los niveles de miseria, y por supuesto en los acuerdos regionales entre estados que padecen fenómenos de seguridad trasnacionales. Se suscita de esa manera un nuevo espacio político para la cooperación, en oposición a un espacio territorial exclusivo de los estados, por medio del agenciamiento de instituciones supranacionales a las cuales el Estado Moderno que se encuentra en crisis transfiere algunas de sus competencias. El problema está en que, si los Estados desean afrontar problemas de seguridad trasnacional, el grado de competencias que deben transferir para el manejo de sus políticas de seguridad no es tarea fácil. Una vez el Estado ha sido despojado de muchas de sus competencias, como el manejo del problema social, al parecer el monopolio de la violencia y el manejo interno de su seguridad es una de las últimas competencias que se niega a ceder. Sin embargo, más allá de la entrega del monopolio de la violencia por parte de cada uno de los estados, se trataría este cosmopolitismo de la creación de valores sociales transnacionales, así como la creación de políticas e instituciones transnacionales que afronten los nuevos riesgos globales. Ejemplo de ello es la creación de políticas se seguridad comunes en distintas regiones del globo, así como la comprensión de que problemas como el terrorismo o el narcotráfico, lejos de ser problemas exclusivamente locales, son una amenaza global.
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